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martes, 10 de enero de 2017

VACIAR EL EQUIPAJE.

Llenamos las maletas de ilusión
y nos fuimos con el propósito de conquistar la felicidad.

Pero al llegar a ninguna parte no nos atrevimos a abrirlas,
ni a vaciarlas, por temor a no recibir nada de vuelta.

El peso del equipaje se multiplicó por dos,
cargamos con las inseguridades a cuestas.

Volvimos como si nunca nos hubiéramos ido.


Pensamos en tirar las maletas y no volver a salir nunca más.
Sin embargo, deshacernos de las maletas
era deshacernos de nuestra propia casa.

El equipaje empezó a ser más y más.
Llegaban cajas de no sé sabe dónde
-o quizá siempre estuvieron ahí.-
Se acumulaban en el salón, el dormitorio,
y otras habitaciones todavía más diminutas que estos.


Acorralados y ya exhaustos por el trabajo de amontonarlas
durante semanas y semanas, y años,
nos atrevimos, al fin, a desempaquetar y abrir.

Aquello era un enjambre de emociones, un viaje
en el que los miedos y silencios eran los que salían
y se hacían pequeños.
Y nosotros, por el contrario, sentíamos cómo con su partida
nos hacíamos más grandes.

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